A la caída de la tarde San José de Arimatea dejó la radio en el suelo y se puso a bailar. No pensaba en el trabajo que había puesto en su hacienda y siempre había sospechado quién le robaba las almendras pero esta vez lo vio y lo invitó a fumar. No tenía ningún callo que lo avisara de tormenta nunca supo distinguir la estrella polar.
Sentado bajo la higuera recogía con cuidado el fruto que los pájaros habían ya picoteado y guardaban para él su mayor dulzor.
Y si a veces ayunaba no era que nadie lo tentaba era sólo por ver nuevos colores en el sol.
Bajaban por el monte turbas evangelizantes que habían hallado el camino de la salvación. San José que era muy viejo y se lo hacía de incógnito levantó su cara al cielo y lo abrazó con los ojos Guardó la piedra en la bolsa y se fue a descansar.